Son las 6 y 45 de la mañana y como de costumbre salgo de mi casa rumbo al paradero ha esperar el bus que me llevará a mi centro de labores. Hasta ahí todo tranquilo. Camino alrededor de cuatro cuadras antes de llegar a la intersección de las avenidas Naranjal con Palmeras en el distrito limeño de los Olivos; espero atento, junto a un promedio de 15 a 20 personas la llegada de la línea 73 que recorre cuatro o cinco- disculpen la imprecisión, pero no deseo faltar a la verdad- de las avenidas más concurridas de la ciudad capital.
El problema empieza cuando vemos – las 15 o 20 personas y yo- llegar a lo lejos el bus de color verde olivo, con una velocidad promedio, y repleto de canto a canto. Corremos, nos empujamos y nos tratamos de ganar a base de la ‘viveza’ un espacio en esa sardina andante que ofrece, aun dejando de lado la comodidad, la ansiada promesa de llegar temprano al trabajo y evitar así, el temido descuento.
Una vez dentro, aparece una figura bastante odiosa en el mundo del transporte limeño: el cobrador, que vociferando incongruencias, exige a los ya apretujados pasajeros hacer más espacio, “es que todos quieren viajar”, alega en su defensa.
Son las 7 y 30 de la mañana y me encuentro a la mitad del camino, el calor producido por el hacinamiento de varios cuerpos en un espacio reducido empieza ha ser notorio y la mezcla variopinta de olores, entre perfumes y sudor, irrumpe en el ambiente dejando a su paso un rastro de sueño y modorra que invita a más de uno a cabecear y recuperar el sueño interrumpido.
Luego de superar a duras penas algunos atascos del tráfico y sortear, como lo hacen los autos en las carreras a otras líneas que transitan la misma ruta, por fin llego a mi destino. La bajada es tan penosa como la subida, aplasto a más de uno al tratar de hacerme paso rumbo a la puerta y froto mi ropa limpia con la de los otros, a veces no tan limpias, consiguiendo hacer pasar algunas manchas que de contrabando se estampan en mi vestimenta.
Cuando llego a pisar tierra una tranquilidad me embarga, pero solo por breves minutos porque después de echarle un vistazo al reloj me hecho a correr. Son las 8 y 5 de la mañana, el bus demoró más de lo debido y solo tengo 5 minutos para recorrer cuatro cuadras y marcar tarjeta.
El problema empieza cuando vemos – las 15 o 20 personas y yo- llegar a lo lejos el bus de color verde olivo, con una velocidad promedio, y repleto de canto a canto. Corremos, nos empujamos y nos tratamos de ganar a base de la ‘viveza’ un espacio en esa sardina andante que ofrece, aun dejando de lado la comodidad, la ansiada promesa de llegar temprano al trabajo y evitar así, el temido descuento.
Una vez dentro, aparece una figura bastante odiosa en el mundo del transporte limeño: el cobrador, que vociferando incongruencias, exige a los ya apretujados pasajeros hacer más espacio, “es que todos quieren viajar”, alega en su defensa.
Son las 7 y 30 de la mañana y me encuentro a la mitad del camino, el calor producido por el hacinamiento de varios cuerpos en un espacio reducido empieza ha ser notorio y la mezcla variopinta de olores, entre perfumes y sudor, irrumpe en el ambiente dejando a su paso un rastro de sueño y modorra que invita a más de uno a cabecear y recuperar el sueño interrumpido.
Luego de superar a duras penas algunos atascos del tráfico y sortear, como lo hacen los autos en las carreras a otras líneas que transitan la misma ruta, por fin llego a mi destino. La bajada es tan penosa como la subida, aplasto a más de uno al tratar de hacerme paso rumbo a la puerta y froto mi ropa limpia con la de los otros, a veces no tan limpias, consiguiendo hacer pasar algunas manchas que de contrabando se estampan en mi vestimenta.
Cuando llego a pisar tierra una tranquilidad me embarga, pero solo por breves minutos porque después de echarle un vistazo al reloj me hecho a correr. Son las 8 y 5 de la mañana, el bus demoró más de lo debido y solo tengo 5 minutos para recorrer cuatro cuadras y marcar tarjeta.
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